AQUEL PEÓN ENTRERRIANO
En marzo de 1960 había cumplido 31 años; segundo entre siete
hermanos, era el mayor de los cuatros varones. Se daba cuenta que el campo de aproximadamente
sesenta hectáreas que pertenecía a su padre no era suficiente para mantener una
familia con dignidad, por lo que cuando por la parroquia del pueblo llegó un
monje buscando vocaciones sacerdotales para el monasterio fundado algunos años
antes y obreros para el trabajo en el campo que les pertenecía, no dudo en ir a
conocer el lugar. La zona le gustó, el trabajo que debía realizar también, así que
con la novia que lo esperaba en su pueblo natal, comenzaron a soñar un destino
juntos alejados de la provincia que los vio nacer.
Unos meses más tarde moría su padre y catorce meses después
de haber llegado a su nuevo destino, llegaba con su esposa para acompañarlo. Al
cabo de algunos años, por su dedicación y responsabilidad, fue designado
capataz general del establecimiento, al que siempre consideró y atendió como si
fuera suyo.
Cuando un compañero de trabajo se retiraba, organizaba el
asado de despedida. Cuando moría quien había sido un compañero de trabajo,
proponía dar asueto al personal para que pudieran acompañarlo en su último
viaje.
El tiempo pasó, llegó la jubilación y siguió trabajando,
porque le gustaba lo que hacía, pero además porque se dio cuenta que el sueldo
que le habían pagado no era el que figuraba en sus aportes previsionales, por
lo que, al jubilarse, cobraba una jubilación mínima que no le permitía vivir
dignamente.
Un viernes a la tarde lo llamaron de la administración para
comunicarle lo que nunca pensó que sucedería: la casa donde vivía iba a ser
destinada a otra persona, por lo que el lunes a la mañana debía estar
desocupada. Como gesto de buena voluntad de la patronal, le ofrecían dejar
todos sus bienes en un galpón de la estancia.
A pesar de ello siguió trabajando, viajando todos los días
desde su casa en la ciudad hasta el campo. Cuatro meses después llegó un nuevo
anuncio de la patronal: podía ir al campo, pero no tenía permitido inmiscuirse
en ninguna de las tareas que se realizaban; esta medida no la soportó y
comunicó que no iba a ir más a la estancia.
Él, que siempre había organizado la despedida de sus
compañeros de trabajo, se fue sin despedida. Como en aquel poema de José
Larralde, “nadie salió a despedirlo cuando se fue de la estancia”.
Cuando murió, quien fue a rezar el responso final ni
siquiera se acordaba de su nombre. Buscando entre los papeles, lo nombraba por
un nombre que, aunque propio, él nunca había utilizado. El ministro del Señor
que cuenta las estrellas y a todas llama por su nombre, no recordaba el nombre
de la persona a la que siempre se refería como “un buen servidor del monasterio”.
No hubo asueto en la estancia cuando él murió, sus antiguos
compañeros de trabajo pudieron acompañarlo fuera del horario laboral; aquel que
quiso acompañarlo hasta su morada final, tuvo que pedir permiso para faltar al
trabajo. Para la patronal, había muerto un desconocido.
Gerardo Roberto
Martínez
Presidencia de la Plaza
(Chaco); marzo de 2017
LAS PERSONAS QUE ANDAN VAGANDO POR EL MUNDO , SALIENDO DE SU NATALIDAD .. Y LUEGO PARA EMPRENDER UN FUTURO . EL PASO DE LOS AÑOS PESAN CUANDO HAN CUMPLIDO SU MISION .. NADA QUEDA EN LA FAZ DE LA TIERRA QUE NO SEAN LOS RECUERDOS ... LAS SEMILLAS SIEMPRE Y CUANDO NO SEAN MALTRATADAS POR "TOXICOS" HUMANOS SERAN NUNCA OLVIDADAS CON EL PASO DEL TIEMPO. ASI NACEMOS .. Y ASI NOS IREMOS... CON EL ULTIMO SUSPIRO .. SABIENDO QUE TODO LO QUE PUDIMOS LOGRAR EN ESTA VIDA .. JAMAS FUE PARA MAL ....
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